Una de las historias que siempre sentí que se me adeudó, desde que leí los evangelios bíblicos, fue la de un Jesús verdaderamente humano. En estos textos se mostraba siempre un mesías distante, alejado de la humanidad a pesar de ser carne, de ser el hijo de Dios hecho hombre. La jerarquía católica ha defendido siempre la idea de que Dios entregó a su hijo al mundo para que padeciera todos sus sufrimientos, alegrías y necesidades. Sin embargo, sus escrituras, impartidas día a día en sus templos, rezan otros haberes: un Jesús que nunca sonríe, que no conoció placer en el cuerpo de una mujer, que nunca tuvo un denario encima, que no presentó mayores sentimientos hacia su familia…un Jesús inexpresivo, un dios rebajado, humillado, condenado y amargado. Hasta que llegó José Saramago y nos compartió «El evangelio según Jesucristo».
La astucia de Saramago radica en mostrar un Jesús mundano, pero sin quitar la divinidad a la historia; lo metafísico no es removido por lo humano, se revuelven y se complementan. La humanización del asunto empieza a verse muy temprano, desde la concepción del primogénito de José; un placentero y naturalmente obligado acto sexual entre una pareja de jóvenes esposos bajo una estrellada noche. La humildad de su nacimiento, en medio de una cueva de las muchas de Belén, sin más compañía que un burro, una partera y un pastor, siendo este último genio y figura presente durante toda la vida de Jesús, desde su concepción hasta la firma de su sentencia de muerte- que más tarde en la historia es desenmascarado como Satanás.
El llamado a la acción social merece la atención de Saramago en el karma divino impuesto a José al no haber evitado la masacre de los primogénitos de Belén, a pesar de saber lo que ocurriría; saber y callar, esto es privatizar el conocimiento que puede ser beneficioso para los demás, beneficio que nunca disfrutarán ni exigirán por cuenta de su ignorancia infundada -a propósito, patrón de comportamiento de la industria capitalista. Tal culpa lo perseguirá en pesadillas todas y cada una de sus noches y alcanzará su éxtasis en el mismo momento de su liberación y lo llevará a la crucifixión, teniendo treinta y tres años y siendo padre de siete hijos, fielmente todos con María.
En los evangelios del Nuevo Testamento nunca se aclara qué carajos hizo Jesús en su adolescencia, aun más, nunca se explicó porque salió de su casa a los treinta años, en una época en la que a los veinte ya se acostumbraba tener una familia. Saramago no deja pasar esta oportunidad para escribir a su antojo -¿quién lo va a contradecir? ¿con qué pruebas?- sobre la vida del muchacho durante este tiempo; inicia con la salida de su casa, abandonando a su familia y dejando a cargo a Tiago, el hermano que le seguía en edad y va en búsqueda de respuestas. Nace entonces el Jesús rebelde que todos conocemos -pues no se puede cambiar el orden establecido, como es la intención de Dios con su hijo, siguiendo las leyes y comportamientos establecidos, en este caso en particular, hacerse cargo de la familia como primogénito que es a pesar de no saber si tal es el futuro que quiere. En Jerusalén, Jesús discute con el escriba de turno sobre la cuestión de la culpa, para entender eso de que los hijos somos culpables por lo que nuestros padres han hecho; la ley se queda sin mayores argumentos, Jesús la desnuda. Después de estar en el lugar que nació, Belén, le corresponde el tiempo de pasar una temporada con un pastor -ya sabemos quien; aquel con quien todos estamos durante toda la vida, sólo que no tenemos la fortuna de verlo en carne y hueso, como sí lo hizo este Jesús, sin saberlo en su momento- teniendo a su cargo el mayor rebaño jamás visto -tal vez, y a modo de predestinación, una perfecta analogía con la humanidad misma- y aprendiendo a defender sus argumentos atragantándose su llanto, pues hablar de Dios con el Diablo es cuestión de firmeza conceptual, no de fe. En esto se la pasó el joven protagonista de la historia durante su periodo de maduración: aprendiendo a ser hombre dándole la cara al mal mismo.
Un segundo momento de rebelión, esta vez más pretenciosa y por ello más humana, es el salvamento del cordero, por parte de Jesús, de ser víctima del sacrificio al Altísimo. Más tarde, al presentársele Dios y obligarlo a entregarle por la sangre al cordero, Jesús apreciará la primer muestra de que su destino está trazado, algo que no entenderá sino hasta la última línea del relato, hasta el último suspiro de su vida.
Ya siendo Jesús adulto -ya casi un hombre de dieciocho años- Saramago lo pone en otras obligaciones más propias de su edad: primero que nada debe toparse con su familia y retomar las riendas del hogar abandonado. Pero antes el autor propicia un encuentro con la persona que será, durante el resto de la vida de este desgraciado mártir, su mano derecha, en lo que puede interpretarse como una tercera rebelión: el establecimiento de la figura de la mujer en un podio de importancia histórica por cuenta de la igualdad de género. Esta mujer es María de Magdala. Sería este un encuentro puro, como lo es el amor verdadero y apasionado, como debe expresarse ese amor verdadero. Pasado este momento de gloria sentimental para Jesús, volverá a los brazos de su amada más pronto de lo esperado, pues familia que no cree en uno no es su familia, tal como aconteció cuando este nazareno llega a su tierra, cuenta a su familia sobre su encuentro con Dios y estos lo escupen con la saliva de la costumbre y la ley: ¿cómo va a venir un insignificante muchacho a verse frente a frente con Dios? Una vez más, esta vez acompañado de María de Magdala, Jesús está andando sus pasos, a la deriva y a la espera del destino prometido, pero que aun le es desconocido, por Dios. Esto no asombra, suele ser esta misma la cotidianidad de los mendigos que pueblan nuestras civilizadas calles.
Ahora bien, la vida no sólo es caminar bajo el sol, hacer el amor y esperar el destino. Jesús tenía que trabajar y empezó a hacerlo al darse cuenta de que llenaba las redes de los pescadores indicándoles dónde arrojarlas, se convirtió en algo así como un gerente; empezó a ganarse la vida haciendo milagros, particularmente el de atiborrar barcas con los escamados submarinos. De allí obtuvo para sí pan y techo, pues los beneficiados no iban a dejar que su gallina de los huevos de oro tuviera padecimientos. Este modus operandi es utilizado ampliamente por sectas religiosas modernas, que predicando milagros se hacen a su diario…y mucho más. Claro está que esta no era la intención de Jesús, él no pretendía riqueza alguna, sólo quería saber cuál sería la gloria que le prometió su padre celestial.
A lo largo del libro se puede notar un lenguaje un poco forzado en aquellas escenas en las que hace presencia Dios, en un intento de Saramago por humanizar lo divino, por soscavarlo de su pulcritud. Tal es el caso de la reunión entre hijo, padre y padrino, es decir, Jesús, Dios y Lucifer. La ambientación de la escena es sencilla, pero apropiada. De reluciente creatividad es el arribo de Lucifer al punto de encuentro: nadando, jadeante como un cerdo, a través del mar, como cualquiera que no tuviera una barca; es de la última forma que se esperaría que hiciera acto de presencia el señor de las tinieblas. Sostienen una charla insignificante; sólo hablan del destino de la humanidad y de la repartición de poderes entre los tres interesados. Me atrae que el autor ensalza durante todo el texto el humanismo y rebeldía (perdóneme el lector tal redundancia) de Jesús, el cual no se ausenta en esta ocasión: indaga a Dios sobre todos aquellos que morirán por su causa, pide el debido censo de los asesinados, mutilados, decapitados, empalados, lapidados, crucificados, guillotinados, quemados, ahogados, cortados, desangrados, destripados, ahorcados, apaleados, degollados, martillados, desmembrados, estrangulados, corneados, enterrados, golpeados, descoyuntados, clavados, arrastrados, despeñados, amputados, lanceados, flechados, descuartizados, acuchillados… que están por venir, junto con el cristianismo y con el poder casi definitivo de Dios sobre todos los pueblos de la Tierra, poder que hasta ahora se había ejercido únicamente sobre el pueblo de Israel. Esta larga lista tomó cuarenta días, en los que finalmente se acordó que el Diablo debía seguir siendo diablo para gloria de Dios y que Jesús debía morir para dar el poder a Dios y para ganarse su gloria propia, hecho que no le gustó mucho, pero que tuvo que aceptar.
Saramago, después de narrado este mes y diez días, hace el debido despliegue de milagros logrados por Jesús y ya conocidos por todos: la sanación de los enfermos, la expulsión de los demonios, la multiplicación del pan y el pescado, entre otros populares. Todo esto ejecutando su papel de predicador del arrepentimiento y la completitud del tiempo. Jesús procura seguir su demarcado camino, ¿qué más podía hacer? Fue eso lo que se le ordenó y quien lo hizo tenía todos los caminos en su mano, así como el poder de borrarlos y recrearlos. Es recorriendo este camino ajeno y con el fin de dar rápido paso al trago amargo, que decide ir a Jerusalén y atacar a puño limpio a los mercaderes del templo. Este episodio es popularmente conocido por haber sido el pasaje más violento en la empresa de Jesús (haciendo a un lado el vía crucis de su muerte, que en él la única participación que tuvo fue la de borrego) pero es en la tinta de Saramago que se torna aun más violento, pues a la zinguizarra se le unieron sus seguidores, que se fueron a los golpes con los mercaderes que veían como sus finanzas del día se iban al suelo. En esta ocasión, su vida no sufre más peligro que el de la dignidad vilipendiada tras las rotas y sucias ropas. De regreso a la aldea donde se hospedaba lo reciben con la noticia de que su amigo Lázaro había muerto. Contrario a lo ya sabido, Jesús no lo trae de vuelta a la vida, por intersección de María, que con esta pincelada, susurrada quizá al oído, lo impide: “Nadie en la vida tuvo tantos pecados que merezca morir dos veces”.
La rebeldía del humanizado hijo de Dios no se hace esperar y nuevamente, y como acto que consumiría su vida, decide evitar las futuras muertes de otros desconocidos que Dios le citó en el encuentro que mantuvieron antes, decide oponerse a la voluntad de su padre en las alturas; para ello conspira con sus seguidores: resulta muy ávido pensar en morir como Rey de los judíos y no como el hijo de Dios, para con ello arrebatarle el poder a Yavhé sin que siquiera hubiera podido tocarlo, y por ahí derecho sepultar la gloria que le había sido prometida; una verdadera actitud de mártir: renunciar a la gloria personal con el único fin de obtener el beneficio general y futuro. Pero enfrentarse a Dios requiere algo más que ser ávido, requiere ser quien escribe la historia…ese no era Jesús, era éste sólo el ignorante cordero que es llevado al inevitable y predestinado sacrificio.