Eduardo Galeano alguna vez dijo que el mundo no está hecho de átomos, como dicen los científicos, no; el mundo está hecho de historias. De esas sí que sabemos quienes hemos estado bajo el azote del tiempo. Sin ellas, ¿qué queda en el mundo? Un espacio vacío y estéril, ocupado, quizá, por átomos que, a diferencia de las historias, nadie puede contar. Y vean ustedes que formas de contarlas hay muchas: de los fósiles de nuestros muertos, de la voz de nuestros viejos, de la mano de nuestros académicos, de la creatividad de nuestras artistas… Bradbury ha optado, en El Hombre Ilustrado, por echar mano de estos dos últimos métodos para contar las historias que tenía por contar; no le bastó con uno solo, como podría ser suficiente para la mayoría de escritores y escritoras: materializar mediante sus puños las sanas y no tan sanas ideas que producen sus mentes. No fue eso harto recurso para darse a entender. También reprodujo el arte dentro del arte: su obra literaria –arte suyo en sí mismo– cuenta la historia de un hombre tatuado –arte ajeno, de uno de sus personajes, pero, al fin de cuentas, suyo de nacimiento– cuyos tatuajes son a su vez sendas historias. ¿Podría acaso decirse que es una obra fractal? Los estudios son exiguos para afirmarlo, pero espacio no falta para la duda.
En total son dieciocho crónicas ficticias de variopintas narrativas, cada una reflejada en uno de los tatuajes del protagonista principal del libro, que aun siendo su más importante personaje, solo toma relevancia en menos de dos dieciochoavas partes del mismo, pero sin él no serían posibles las otras dieciséis dieciochoavas. Relatos fantásticos de viajeros espaciales, de mundos ajenos al nuestro, de cohetes inoperables pero providencialmente efectivos, de clones de oscuras pretensiones, en fin, múltiples vertientes de diferentes mensajes por descubrir e interpretar. ¿Es más importante nuestra familia o nuestros sueños? ¿Cómo enfrentamos la muerte cuando sabemos que, en solo horas o minutos, inevitablemente seremos alcanzados por ella, sin escapatoria alguna? ¿Nos mantendríamos de pie, peleando, aunque el fracaso sea recurrente y la lucha sea una tortura? ¿Perdonaremos nuestro pasado para poder enfocarnos en nuestro futuro? ¿Somo quienes educamos a nuestros hijos, o es el teléfono inteligente quien nos ha suplantado en ese rol? ¿Los sueños se construyen con verdades o con ilusiones? ¿Somos nosotros mismos en la sociedad donde vivimos o estamos dentro de una mezcladora de cemento? ¿Nos hemos hecho alguna vez si quiera una sola de estas preguntas? ¿No? Bradbury las pone en las manos nuestras, con este libro, y las empaqueta en pictóricas fantasías listas para consumir.
Mañana, cuando amanezca nuevamente, estos relatos narrados en el futuro pero manuscritos en el pasado permanecerán vigentes un día más. Así ha sido desde 1951, y ha sido de esta manera porque el contenido de la vida es siempre el mismo aunque venga envuelto en etiquetas diferentes, algunas de vetustos diseños, otras con algunos más novedosos, algunos quizá abundantes, otros mas concisos. De cualquier manera, la vida sigue allí dentro y sus retos nos demandan por igual hoy en día como lo hicieron en la Grecia Antigua.